Y eso es a veces el único consuelo que un hombre puede permitirse."
José Martín Bartolomé
Chasquea la lengua para
cerrar el suspiro profundo mientras acomoda los paquetes de arroz en el armario
de la cocina. Ella duerme, por fin, después de una larga noche de dolor. La
medicación ya no hace efecto y la fecha de cirugía se retrasa gracias a los
recortes. Los niños han marchado al Colegio dejando una estela de cepillos,
pantuflas y galletas a medio comer. “Estudiar es procurarse un buen futuro” les
miente a sabiendas más de una vez. Como mucho será un futuro muy lejos de casa.
Controla la fecha de
caducidad en cada envase para evitar problemas y coloca las más cercanas en el
frente. En el Banco de alimentos lo repiten hasta el cansancio. Los voluntarios
que despachan los lotes son buena gente. Él lo intuye por la incomodidad que se
respira en el ambiente el día de reparto. No saben qué decir, ni cómo alentar a
la fila de “beneficiarios” que abarrotan la sala. Cada mes son más por lo que
las cajas adelgazan. Nadie mira a los ojos en la fila porque son vecinos y el
orgullo aún persiste, agonizante, entre ellos. Y en esta última hoja del
calendario todo parece más complicado. “Puto Diciembre” piensa.
En el comedor un vinilo
comienza sus giros de belleza. Frank Sinatra detiene las motas de polvo en el
aire de la mañana. Ella aparece en la puerta de la cocina con el pelo revuelto
y su pijama de corazones. Sin decir nada coloca la mano de él en su cintura y
apoya la cabeza en su pecho. Bailan despacio entre macarrones, latas de tomate
y miedos inconfesables.
Pocas
cosas tan arriesgadas en la España del rey Felipe VI como entrar en las
Urgencias de un hospital público. Las caras de la atestada sala de espera no
pronostican nada bueno, y la de la enfermera que me atiende aún menos.
—¿Ha tenido fiebre?
—No.
Voy
perdiendo puntos para “urgenciar” la consulta.
—¿Diarrea?
—No.
30
puntos menos.
—¿Náuseas? ¿Vómitos?
—No.
80
puntos menos.
—¿Dolor al orinar?
—No.
200
puntos menos y peleando por ser la última de los 17 postulantes. Difícil
explicarle que soy de las personas anti-hospitales, que sólo estoy allí porque
después de tres días de dolor continuo en la «fosa ilíaca izquierda» mi médico de
cabecera me derivó y mi compañero de desventuras me ha traído a la rastra.
Evito
comentarle mi teoría de que tengo el apéndice en el lado contrario y por eso
casi no puedo apoyar la pierna. Me hacen pasar sola al box después de entregar
el botecito de orina correspondiente. Allí me piden el cambio de vestuario.
Bata atada a la espalda con abertura generosa para ventear el culo. No llevo
móvil ni reloj. El tiempo se para.
Duele
mucho, mucho, y me concentro en contar cuántos azulejos rotos hay en la pared
de enfrente. En esas estoy cuando entra el médico de guardia.
—No
se asuste—dice mientras me coge la mano. La
profesional en cuestión tiene la piel de ébano, los ojos gris plomo y el pelo
encrespado al más puro estilo del actor secundario Bob. Le faltan los caracoles
y el pollo medio degollado para completar la escena.
Explica
que ese tipo de dolor puede tener múltiples causas que irán descartando. Hace
la palpación abdominal pidiendo que puntúe el dolor del 1 al 10. Nunca sabrá lo
cerca que estuvo de un puñetazo cuando apretó el punto álgido.
Cambio
de turno. Mi compañero de desventuras aparece tras la cortina, pálido,
desencajado. Tres horas esperando sin ninguna información han podido con su
eterna paciencia. Llevo veintidós horas sin dormir, diez sin comer y cuatro en
urgencias. El nuevo médico avisa que el único ginecólogo del hospital está
atendiendo tres partos complicados, y dice las palabras mágicas «analgésico vía
endovenosa». Se baraja una espera larga por lo que convenzo a mi fiel Sancho de
su necesaria presencia en casa, para contener la ansiedad de mi trío favorito.
Como las paredes están plagadas de carteles sobre la sustracción de efectos
personales, decidimos que sólo me dejaría la ropa y, en el bolsillo de la
chaqueta, el móvil.
El
Paracetamol entra frío en el torrente sanguíneo y Morfeo me recibe cálidamente. Al despertar, una cirujana de impecables guantes azules me comenta que va a
hacer una exploración rectal. Siempre creí que los hombres exageraban con su
pánico al urólogo, pero estaba equivocada. Deberían darle a uno un vaso de buen
whisky antes o después de esa práctica medieval.
Sobre
la silla desvencijada veo la camiseta y el pantalón. Ni rastro de la chaqueta.
Me han robado. Salgo al pasillo con el carro del suero en la mano izquierda y
los lados de la bata impúdica en la derecha. Aviso a la enfermera y se monta el
operativo de recuperación. El guardia recorre los boxes y no encuentra nada
sospechoso. Me dicen que llame desde una línea del hospital y compruebo el
grado de indefensión que sufrimos sin nuestros «amigos comunicacionales». No
recuerdo ni un solo número de la agenda. Dejo la llamada para más tarde y subo
a una silla de ruedas a la que le falta un reposapiés rumbo a la sala de Rayos. Placa. Dos horas más de espera. Silla de ruedas hacia sala de ecografías.
¡Aleluya! Cruzo medio hospital con la cara hinchada, los ojos de mapache, el
pelo de la bruja Cachavacha y los calcetines deportivos a mitad de pantorrilla.
Ahora entiendo por qué no hay espejos en los hospitales. Como el sitio está al
lado de la sala de partos, los parientes que esperan me miran con cara de pena
imaginándose mil y un pronósticos desgraciados.
La
ecografía muestra un quiste del tamaño de una pelota de ping pong en el ovario
izquierdo. Ese día le llamaron quiste, luego le dirían tumor y nombrarán una palabra extraña «endometriosis», pero eso es parte
de otra historia. Me dan analgésicos más fuertes y firman el alta. En medio del
caos recuerdo el número de la línea fija que acaban de instalar en casa. Llamo
y mi compañero atiende
—¡Me traje la chaqueta!—suelta después del hola.
Ni
fuerzas para enfadarme. Fuera una tromba de agua sacude los cristales. Un par
de ventanas de la sala de espera no se cierran bien por lo que varios cambiamos
de asiento.
Cuando
aparece el coche que anhelo, su conductor lo aparca bajo la saliente del techo,
exactamente colocado para que la catarata de agua de en la puerta del
acompañante. Me agacho para entrar y al abrir la puerta me clavo la punta de
chapa en la frente.
Vuelvo
a entrar en Urgencias, llorando a mares. Lloro por el dolor en la cabeza, por
las tripas revueltas, por el miedo a lo que se viene, y por la impotencia de
ser pobre en un país que se desmantela.
Y
entonces veo la magia. El chico de recepción se apresura a llamar a la
enfermera que sale del despacho y me llama por mi nombre mientras me acompaña a
un box. El médico que firmó el alta me acaricia la cara mientras sopla la
herida y con la enfermera ponen tres puntos de aproximación para evitar la
sutura. Mi fiel Sancho, empapado, respira más tranquilo cuando los tres soltamos
la carcajada. El personal sanitario sigue preocupándose por las personas que
entran en un hospital, aunque no haya manera de atenderlas a todas. Me voy a
casa creyendo a rajatablas que hay cosas que ningún presupuesto artero puede
recortar.
Dedicado a aquellos que en este preciso momento esperan en una sala de Urgencias y a los que desesperan por no poder atenderlos como merecen.
En la luna nos hemos tomado un mes sabático para atender asuntos mundanos y aburridos. Para volver no hay mejor noche del año que ésta así que aquí les dejo un mini para abrir temporada nueva. Gracias por los mensajes y las visitas, que son la verdadera luz de este satélite.
Casi
las nueve de la noche y no he escrito el micro de hoy. ¡A quién se le ocurre lo
de uno al día! Ana me mira desde el sofá, parapetada detrás del portátil con la
suficiencia de sus trece años. Sólo tengo una frase que me ronda en la cabeza
desde la mañana “Uno se muere del todo cuando nadie lo recuerda”. Busco en
Google por si la he leído en algún sitio y no, es mía. Sobre esa frase comienzo
a buscar en mi mente la historia mientras termino de pelar las patatas y
ponerlas a hervir.
—
¿Verdura para cenar?—pregunta Ezequiel con cara de adolescente contrariado.
Ante
mi mirada furibunda sigue camino hasta la habitación.
“La sala está llena de cajas que
evita con dificultad hasta llegar al sofá. Recoge del suelo…”
¡Ostras!
¿Cómo corcho se dice “carpeta al crochet” en español?
Twitter.
Mensaje de S.O.S. a mi enciclopedia de las sombras y múltiples saberes, José M.Bartolomé.
—Si
aún estás despierto, consulta técnica. Cómo se llaman acá esas mantitas tejidas
a ganchillo que decoran los sofás de las abuelas?
—Tapetes.
Yo los llamo “putasmierdascogepolvo” pero por tapetes los conoce todo el mundo.
Salvada.
Sigo con la escena del hombre recordando a su mujer.
“De una caja cercana asoman unas
fotos”Ya dije “cajas”
en la primera línea.
“Del reposabrazos asoman…”¿Es
reposabrazos o reposabrazo? ¿Apoyabrazos?
“En una silla cercana”¿Silla
cercana? Suena fatal.
—“En
la MESILLA descansan unas fotos” —sentencia Ana evidenciando que llevo un rato
hablando en voz alta. Carcajada mutua de complicidad.
Redondeo
la idea y termino de teclear. Contengo la respiración un momento. Siempre lo
hago cuando acabo una historia por más simple que sea. Blogger. Publicar.
La
verdura está lista. Pongo la mesa con mis hijos y disfruto del placer inmenso
que provoca confirmar que, un día más, he sido fiel a mí misma.
El
viento frío le despeina el pelo y las ideas consiguiendo que se detenga en
medio de la acera. Ella deja en el suelo la bolsa del supermercado y se frota
la mano marcada por el exceso de peso. Y ocurre.
Un
golpe seco en el centro del pecho, un escalofrío que recorre la espalda, el estómago
deshaciéndose en alas agitadas. La tibieza, recorriendo todo el cuerpo y los latidos repicando como las campanas del Ángelus.
Un
segundo, dos, cinco y la belleza se esfuma. Con los ojos empañados de emoción
acaricia su pecho. Quizás allí dentro el corazón dormido sueña, o tal vez son sus
estertores negándose a morir.
Las
ocho y media de la noche. Hora perfecta para pasear en la agonizante primavera
de la ciudad. El sol aún alumbra y la brisa acaricia. Ella elige minuciosamente
la posición ideal en el banco del parquecito. La cristalera lateral del
gimnasio queda a escasos seis metros. Ni un solo obstáculo que interfiera las
deliciosas vistas. Clase de "spinning", nombre refinado para
referirse a doce atléticas y sudorosas personas encaramadas a bicicletas fijas
con gesto concentrado cual corredor del Tour de Francia.
Deja
el bolso a un lado y comienza el ritual. Con una cucharilla de plástico come
muy despacio el helado pantagruélico que acaba de comprar. Siente el despertar
de las papilas gustativas, el paroxismo de las endorfinas, la saliva mezclando
sabores y acompañando el líquido exquisito hacia la garganta. Entorna los
párpados de manera involuntaria mientras las comisuras de los labios se estiran
en una sonrisa.
Al
abrir los ojos nuevamente, cinco pares de ojos lanzan llamas de envidia desde
el otro lado del cristal. Ella levanta del banco esa figura que inspiraría a
Rubens para sus Tres Gracias y saluda a los del otro bando.
Inmejorable resultado de la Operación Justicia.
Ambas partes saben qué significa desear lo que no pueden tener.
Si eres
mujer, mayor de 40, con hijos a cargo y formación fuera de los circuitos
oficiales, te encuentras en lo que llamo “el limbo laboral”. Tienes una vasta
experiencia que se refleja en toneladas de curriculums, que entregas sólo para
masacrar bosques enteros porque su destino final es una papelera.
En las
oficinas de empleo tienen una palabra interesante “RECICLARSE”. Que yo sepa, en
este país lo único que suele reciclarse es la basura, por lo que cuando salgo
de estos despachos de esperas eternas me siento el despojo de un sistema que se
llevó los mejores años de mi físico y a cambio tiene poco para ofrecerme.
En ésas
estaba, renegando de la máquina de triturar optimismo en que se ha convertido
el llegar a fin de semana (lo de fin de mes suena utópico), cuando me enteré de un
curso que hacían en mi pueblo. Llevaba tres cursillos en el último año por lo
que me sentía bastante conforme, seguramente la parada mejor capacitada de la
comarca. Pero Judith, mi incansable trabajadora social, insistió.
“Atención
socio sanitaria a personas dependientes en instituciones sociales” Vamos, el
auxiliar de geriatría de toda la vida. Allí estábamos, 16 mujeres y un pobre hombre, Josep María, al que
pronto rebautizamos como “María José”. El curso duraría la friolera de 5 meses y obtendríamos un certificado de profesionalidad que nos habilitaría para
trabajar en instituciones. Sólo 6 tenían experiencia trabajando en el sector
y hacían el curso para obtener la titulación imprescindible en Cataluña a
partir de enero del 2015. El resto éramos paracaidistas de actividades
variopintas buscando una salida.
Como era de
esperar, tanta mujer junta 25 horas a la semana generó algún roce,
gruñido y/o ceja peligrosamente levantada. Pero con el correr de los días el
grupo se fue consolidando. Hubo que dejarse las pestañas estudiando. La falta
de costumbre después de diecimuchos años lejos de exámenes hizo que las
cefaleas camparan a sus anchas y los intestinos acusaran recibo de los nervios.
Anatomía, Farmacología, Nutrición, Patologías Físicas y Psíquicas, Estimulación
Cognitiva, Estructuras de las Organizaciones, Comunicación, Movilizaciones de
pacientes, Primeros auxilios, Manipulación de Alimentos y hasta preparación de
un cadáver.
Y ya se
sabe, cuando el conocimiento llega a nuestra vida derrumba muros y prejuicios.
Ahora entiendo el mal humor de muchos ancianos. Su cuerpo ya no responde, los
huesos se quiebran y no sueldan, el cerebro trastabilla y el pasado devora
irremediablemente al presente. Conviven con el dolor cada día y se adaptan lo
mejor que pueden.
Las
residencias no son “depósitos de personas mayores” y en la mayoría de ellas hay
sitio para las risas, los abrazos y la aceptación. Cuando el ayer no admite
contradicción, las auxiliares pierden su nombre y se transforman en la esposa,
hermana o madre que el delirio reclama. Cuidar a personas mayores no se limita
a cambiar pañales XL. Es escuchar 14.000 veces la misma historia y sonreír como
si fuese la primera vez, es aprender la letra de una canción con más de medio
siglo para tranquilizar al abuelo que no quiere ducharse, es arriesgar el tipo
cuando la demencia avanza, es contener la preocupación de las familias y asumir
el olvido de otras.
He visto
como cada una de nosotras evolucionaba en estos meses. Una se libró de la
condena perpetua hipotecaria pactando una dación, otra de la condena sutil del
maltrato psicológico cargando sus petates en el coche una tarde cualquiera, un
par se enteraron de la llegada del primer nieto y una tercera pudo sostener en
brazos a su nieta antes de acabar el curso. Una se casa dentro de unos días,
aunque intentamos convencerla de lo contrario y otra descubrió que llevaba
siete años legalmente divorciada sin enterarse.
Hemos
compartido anécdotas, recetas de cocina, risas, ánimos para lidiar con
adolescentes, tristezas y bromas sobre sexo, muchas.
Mujeres que
cierran etapas, cosen las heridas del alma, respiran hondo y levantan la frente
para mirar a la cara al miedo traicionero con el orgullo de haber sobrevivido a
las tempestades.
Una
profesora nos dijo “Vais a estar para acompañar a la persona en el tramo final
de su vida” Nada más y nada menos.
A saber qué
nos depara el porvenir, por qué mares nos llevará el viento, pero en esta
incertidumbre hay algo que tengo claro. Si mis días terminasen en una
residencia, me iría tranquila si personas como ellas sostuviesen mi mano en el
último segundo.
Se
muerde el labio inferior, concentrado en terminar los dibujos a tiempo. Mira de
reojo la puerta de la habitación. Un momento cortito y ya estará listo. Vuelve
a contarlas, una, dos, tres, cuatro, cinco y seis. Perfectas.
Su
madre lo espía asomando los ojos sobre
ese libro aburrido, sin colores, que según ella lee. ¡Mentira cochina! Le va a
crecer la nariz. Él sabe que lo usa de escondite, de fuerte invencible, de
torre de vigilancia. Se hace la que lee
para mirar sin ser vista. Es un juego
que a él le gusta, un súper poder que quiere tener de mayor. Pero se necesita
practicar mucho, porque es réquete difícil no reírse. Ella es capaz de pasarse noches enteras
controlando todo lo que pasa en esa habitación. Seguro que sabe el número
exacto de cuadrados que hay en el suelo.
Escucha
las risitas y los aplausos. ¡Ya llega! Primero aparece su compañero, Gregorio,
un oso color canela con gafas que se asoma por el marco de la puerta saludando.
Luego esa nariz roja, esponjosa, inconfundible y colgando de la mano enguantada un reloj enorme que tintinea.
La hora diferente. Durante un rato no hace falta que mire hacia otro lado ni que sea valiente
ni mayor. Puede aplaudir, saltar sobre la cama y jugar a caballito con el
colgador del suero. Ella, su payasa de los jueves, hará salir flores de la
cuña, globos de debajo de la cama y
carcajadas detrás del libro de su madre.
Le
muestra, orgulloso, las estrellas que ha dibujado. Una por cada semana en el
hospital. Su madre hace sonar unas tijeras que ha pillado a saber dónde y las
recortan. La enfermera de la tarde, que tiene las cejas dibujadas como las
muñecas, corta trozos de esparadrapo y le cuelga las seis estrellas de campeón
en el pijama de Doraemon. Más aplausos y risas. Se hacen una foto para que
cuando vuelva al cole sus amigos puedan conocer a los que le enseñaron magia.
La magia de curar el cuerpo y el corazón.
Hay una guerra sin cuartel ni tregua, que se pelea en el día a día. La que declaramos al miedo y el desánimo, donde está en juego nada menos que nuestra esencia.
Esta serie de relatos, escritos en las trincheras, estarán basados en las historias que maravillosamente me regalan los compañeros de lucha. El de hoy nació por uno de los mejores mensajes que ha plasmado la pantalla de mi móvil.
"Por fin he dado el paso. Me voy"
Hace casi diez años, estaba pintando una puerta que daba a la calle. De la nada apareció una mujer mayor. Bajita, pelo blanco con diadema y unos 80 años. —¿Tienes novio?—preguntó la mujer. —No, señora, me estoy divorciando.—respondí disculpándome, y esperando la reprimenda típica. —Haces bien.—dijo regalándome la mejor de las sonrisas— Debes buscar el amor verdadero, el que te haga sentir que recorrer el camino vale la pena. Yo hace 7 años que soy viuda y el recuerdo de ése amor aún me reconforta. Que tengas un buen día. Y se fue como había venido, dejándome con los ojos llenos de lágrimas y el interrogante de dónde escondía esa mujer las alas. Pensando en ella escribí estas líneas.
Querida
alma gemela:
No
me queda claro si esto que escribo es una carta, una despedida o una
declaración de principios. Tal vez sea un monólogo terapéutico, muy al estilo
psico-argentino.
Contra todo lo que dicta la razón y la lógica,
llevo 26 años esperando que aparezcas. Digo 26 porque cuento a partir de la
primera vez que me enamoré. Esa época
mágica en que la poesía de Benedetti cobraba sentido y ese adolescente con acné
era la quintaesencia del amor. Mis dientes se torcían irremediablemente porque
la coquetería condenaba al cajón la ortodoncia y mi cabeza habitaba una Luna de
la que nunca bajaría.
Como
soy una mujer de finales del siglo XX no asumí el papel pasivo de la espera y
emprendí la búsqueda. Allí donde creía
distinguir tu sombra le daba una oportunidad al destino. Conocí hombres
estupendos y otros no tanto. Compañeros de ruta que me enseñaron infinidad de
cosas. Hasta me atreví a cruzar el océano para vivir nuevas aventuras, como los
héroes de mis libros infantiles. Las hojas del almanaque van cayendo y sé, por
ejemplo, que no serás el padre de mis hijos ni el cómplice de mis desvaríos de
juventud. Ya no verás la piel tersa y la confianza suicida. Con cada golpe
perdemos algo de inocencia.
Tal
vez en esta vida te has fragmentado y llegas a mí en cada uno de mis amores. La
mirada de uno, la paciencia de otro, la pasión exquisita de éste o la
creatividad artística de aquél. Quizás resoplas cada vez que alguien habla del
tema y maldices a Platón, Coelho y el resto de sus secuaces.
Si
es así, si dejaste de creer y te
conformaste con una mujer de la serie, que nunca se pregunta por las historias que
esconde el viento del desierto, sabiendo cómo y dónde va a desayunar el resto
de su vida, te mereces que deje de buscarte. Aceptaré que la Luna sólo recibe
visitas temporales.
Si
en cambio, tu aprendizaje te mantiene alejado pero aún sigues preguntándote, al
acabar una copa de vino, por mi existencia. Si maldices el cosquilleo que
generan en las yemas de los dedos las caricias sin dueño. Si coses las heridas
con punto apretado para que no se noten tanto y
así disimular la amargura que encierran. Si entiendes que hay tiempo de
sobra aún para recorrer nuevas sendas. Entonces haz el favor de no creer la
sarta de patrañas que voy a soltarte cuando te conozca. Abrázame fuerte y no me
sueltes, conjuremos de nuevo la
primavera.
Hace 75 años alguien mintió que la Guerra Civil Española había terminado.
Como si del infierno se pudiese regresar.
Todo el respeto hacia los que allí quedaron.
Abro los
ojos. La habitación en la que estoy es sencilla. Por la ventana entra una brisa
que mueve las cortinas blancas y trae el olor de un patio recién regado. Los
rayos del sol delatan la danza del polvo en el aire. Las sábanas limpias tienen
un tacto suave. Se escucha una voz de mujer que canturrea. Paz. Podría quedarme
una eternidad en este sitio pero no puedo. Debo continuar mi camino. No sé cómo
he llegado aquí. Lo último que recuerdo es la huída del hospital de campaña.
Aproveché la oscuridad de la noche para escapar Los médicos habían dicho que mi
oído no estaba cicatrizando bien y que debían operarme la pierna para quitar
las esquirlas. Maldita suerte. El sargento que nos hizo avanzar antes de hora y
el obús nos cayó al lado. Casi me mata uno de los nuestros, tiene gracia la
cosa. Estamos perdiendo. Tanta carnicería inútil no ha detenido el avance de
los franquistas. ¿Cómo diablos habré llegado a esta casa?
Ante la
repetida pregunta “¿Cómo llevas lo de estar tan lejos de tu tierra?” escribí
estas líneas. Precios que se pagan en el camino del aprendizaje vital.
Vení,
cerrá los ojos. Agarrá fuerte mi mano y dejá que mis palabras te lleven. Vamos
lejos, muy lejos. Cruzamos un océano, más grande desde hace unos años, porque
se alimenta de las lágrimas que lloramos los que nos fuimos, que lloraron los
que se quedaron allá con los brazos vacíos.
Al
sur, en la que fue la tierra prometida hace un siglo, hay un pueblito. Se llama
Mendiolaza. A un par de kilómetros de ese pueblo hay un valle. Valle del Sol.
Las calles de tierra tienen nombre de pájaros. En la que se llama “Los
Caranchos” hay un lugar especial para mí. La ladera de la montaña que elegí en
el 96, porque en ese trozo de tierra los árboles formaban un monte apretado que
hacía de cada rincón un descubrimiento. Algarrobos, espinillos, quebrachos y
chañares. Y pájaros, pájaros que hacían las veces de despertador al amanecer.
Veintiocho.
Veintiocho escalones tenía la escalera que bajaba de la calle hasta mi casa. Lo
sé porque la mitad de ellos los hice con mis propias manos. Buscando la manera
de acompasar la tierra en cada peldaño. La mezcla rematada con los dedos entre
piedra y piedra. Entre ladrillo y ladrillo. La escalera en la que me sentaba a
ver el atardecer, porque al cubrir las sombras el monte, en verano se veían las
luciérnagas.
A
la mitad de la escalera hay un rosal. Un rosal que florece cuando quiere y que
nadie riega. Un rosal que vive porque le da la gana.
En
la puerta de mi casa, mi casa de madera, que huele siempre a caja de lápices
recién estrenada, hay una galería. En la galería hay una hamaca para tumbarse a
soñar.
Dentro,
donde los colores reinan a mi antojo, hay un comedor con una cocina abierta.
Abierta a los amigos, a las confesiones, a las papillas, a las empanadas, a mis
eternos canturreos, al saludo matutino a mi gata que se asoma a la ventana. El
suelo del pasillo tiene un diseño inventado que logré plasmar a base de romper
el doble de mosaicos de los que coloqué. Las habitaciones están llenas de
recuerdos. Unas figuras de papel, pájaros que cuelgan sobre la cuna de Ana, los
hice cuando estaba embarazada y le di un beso a cada uno. Para que mi princesa
o príncipe, no lo quise saber hasta que le vi la cara, tuviera cientos de besos
de mamá sobre la cabeza. En un rincón de esa habitación infantil hay un collage
de notas de amor. Las que nos escribieron amigos y parientes cuando Ezequiel
llegó para convertirnos en familia.
En
las otras habitaciones hay muebles de maderas nobles, cuadros originales de mi
madre y sus compañeros de Bellas Artes.
Debemos
irnos, los ojos se me nublan de ayer y
no voy a poder emprender el camino hacia el norte. Sí, esa de ahí soy yo. Una
parte de mí se ha quedado acá. Antes de irnos cerrá la puerta de arriba para
que Mafalda y Libertad, mis perras, no se escapen.
Volvamos.
Mi otra casa me espera. Mi nueva tierra, mi mar. Ojalá hayas entendido un poco
más lo que a veces te explico. Es un viaje que no podemos hacer en la realidad
cotidiana. Porque mi gata y mis perras murieron hace casi seis años, porque el
rosal se secó el día que me fui, porque los nuevos dueños demolieron la casa.
Sólo queda la puerta de entrada que da a la calle. La que usaba mi hijo para
medir lo que crecía.
Sentada en la arena de la playa, su cabeza rapada brillaba como un
pequeño sol. Yo disfrutaba contemplándola desde lejos. Podía pasarme días
enteros observando cómo movía sus manos. Las personas alrededor seguían su
rutina vacacional sin percatarse de la belleza extraña de esta mujer. Ella
miraba el horizonte estática. Su obstinación era tan fuerte que podría haber
hecho girar en reverso los relojes.
Cuando una de las olas llegó hasta sus pies descalzos inspiró
profundamente y lo hizo. Se quitó ceremoniosamente la blusa, dejó que la brisa
reconociera su piel y cerró los ojos. Una leve corriente eléctrica erizó sus
poros. Estaba más delgada pero igual de hermosa. En la parte posterior del
hombro izquierdo se había tatuado un puño cerrado con el dedo mayor extendido y
tenía un piercing en la ceja derecha. Cuán lejos estaba de la impecable
secretaria que había conocido hace tres años. Mis caricias habían moldeado un
ser indomable. Me acerqué despacio y pude ver la brutal cicatriz que suplantaba
a uno de sus pechos. Ella notó mi presencia.
—Llevarte la teta fue fácil porque me pillaste desprevenida, pero
para quedarte con el resto vas a tener que esforzarte más, vieja huesuda—me
dijo sin siquiera levantar la voz.
Sonreí por primera vez en muchos siglos. Respetar el indulto que
le había dado el Jefe no era tarea fácil.
Dicen que si el cienpies pensara en cómo mueve las patas no podría caminar. Lo mismo pasa cuando eres madre. Son innumerables los frentes en los que has de presentar batalla y tantos los campos que siembras de manera inconsciente.
Asusta y genera interrogantes ¿Con qué parte del baúl de experiencias se quedarán ellos?¿Sabré explicar la belleza caótica de la jungla que les espera?
En esos devaneos estaba, cuando mi hijo mayor (15 años bien puestos) me contó que ante una pregunta de la profesora de Castellano, sólo él supo responder quién era Joan Manuel Serrat. Mi Ana (13) comentó risueña que no hacía mucho en su clase había pasado lo mismo.
No, no hacemos las cosas bien. Si en un pueblo de la provincia de Barcelona, los adolescentes no saben quién es el Nano, los adultos estamos equivocando la siembra.
A finales de los 80, en mi Córdoba del hemisferio sur, hice horas de cola para entrar en mi primer concierto de Serrat. Era una cría con acné y emoción contenida que la soltó a borbotones cuando el catalán subió al escenario. Porque cuando el Nano canta en Argentina, provoca ovaciones desmesuradas. Nunca ni en mis más remotos sueños hubiera imaginado que disfrutaría del Mediterráneo que él cantaba ni que mis hijos hablarían esa lengua dulce.
Tan ocupados estamos que perdemos de vista lo importante ¿A qué sonarán hoy las palabras de amor?¿Quién recita versos de libertad en sus oídos? ¿Qué nombre tendrá la que espera en un banco marrón?
Será que nací en el siglo pasado, que tanta información y tantas prisas me están hartando. Quizás haya cosas que estén destinadas a desaparecer, pero me niego en rotundo a que entre ellas figure el arte de Serrat.
No quiero esperar a que una triste noticia nos despierte. Por eso va esta entrada, para seguir como entonces remando contracorriente
Cuando leo a Mayte Ireth, siento que una parte de mi vida habla a través de sus palabras. Es difícil, por no decir imposible, no identificarse con las vivencias que explica esta escritora en su historias. Si las mujeres venimos de Venus, Mayte domina el "venusino". Gracias, amiga mía, por emocionarme hasta las lágrimas tantas veces.
Expectativas (por Mayte Ireth)
Se
incorporó lentamente. Sentada al borde del sofá, prendió un cigarrillo con la
lumbre de una vela casi consumida que titilaba entre platos con restos de cena
y copas a medio vaciar. Apuró la suya de un trago. Ya en pie, se dirigió hacia
la ventana sin hacer ruido. La luna, rota por nubes desgarradas, inundaba el
salón. Una luz en el edificio de enfrente le recordó que estaba desnuda; se
cubrió con la cortina mientras seguía mirando la blancura con la que la luna,
impúdica, invadía la noche.
Las
tres de la madrugada. O de la noche. Daba igual. Las tres y no podía dormir. La
pantalla aún seguía encendida, surcada de temblorosas rayas grises que hablaban
de un final que, ocupados en otras cosas, no habían llegado siquiera a intuir.
Intentó recordar qué película habían visto. No pudo. Tampoco importaba. Sí
recordaba sus ojos, expresivos, inteligentes, alegres. Y su voz, profunda sin
ser grave, y la conversación: el valor de las cosas, del tiempo, de la vida.
Mejor dicho, los distintos valores según de dónde vinieras.
Ella
le escuchaba, atenta, bebiendo de sus experiencias, plasmadas en un libro de
fotos que hojeaban con cuidado. Él sentía su admiración y le agradecía con cada
golpe de voz, el interés que ella, con la mirada y el gesto, le regalaba.
Dejaron de lado el libro y pusieron la película con la intención de verla
mientras cenaban. My blueberry nights, sí, ahora se acordaba. Ella, como la
protagonista, también intentaba saber quién era tras la ruptura, no hacía
tanto. Tiempos tristes que intentaba dejar atrás. Una historia como tantas.
Hundida en la rutina no supo ver que el amor había muerto. Sin discusiones ni
tensiones, era fácil dejarse llevar por la inercia de la costumbre. La pasión,
poco a poco, se diluyó en el aburrimiento de una convivencia gastada, hasta que
una chispa insignificante hizo saltar todo por los aires. Una chispa que
prendió el fuego del despecho y la venganza; una chispa que iluminó lo peor de
alguien a quién creía íntegro; una chispa que la dejó con quemaduras que, aunque
curaron, dejaron marcas. Al principio dudó si había acertado al dejarle;
después, se sorprendió de no haberlo hecho antes; ahora, intenta olvidar en los
brazos de otros hombres.
Y
allí estaba, con un hombre nuevo, diferente, encantador. No hicieron caso de la
película, que quedó como murmullo de fondo. Él siguió contando y ella no dejó
de escucharle mientras la cena avanzaba lentamente. Ante sus ojos recreaba las
escenas que, a lo largo de los años, había visto a través del objetivo. La
alegría, la miseria, ambas de la mano. Rellenaba su copa aun cuando no
estuviera vacía. Bebía de la suya, mientras las palabras empezaban a perderse
enredadas en efluvios alcohólicos dentro de su cabeza. Y siguió contando de la
mirada de los niños con un Kalashnikov en las manos, de la ilusión de quienes
por primera vez ven una muñeca, de los ojos hueros de las mujeres violadas, de
la esperanza de la música que surge de la nada, del vacío de las madres que
entierran sus hijos, de la fuerza del consuelo de misioneros o cooperantes.
Las
tres y cuarto. Miró hacia el sofá en el que el hombre, ajeno a sus movimientos,
dormía profundamente. Volvió a él, apagó el cigarro y sin que el más leve rumor
delatara su cercanía, recorrió su espalda con la yema de los dedos en una caricia
lenta, sutil y dulce, deslizando suavemente sus pechos sobre él hasta llegar a
su oído y susurrarle palabras de las que sólo era perceptible el roce del golpe
de aliento en la piel que terminó en un beso, casi invisible, en su cuello
laxo. Un movimiento inconsciente, como de cansancio, fue la única reacción.
Habían
seguido con el vino y parecía que había pasado una eternidad desde la primera
caricia, tímida, en la mano, y él, cómodo, seguía contando, cada vez más lento,
mientras se dejaba acariciar. No era lo que había imaginado, pero al menos se
dejaba querer y recibía lo que ella le daba apreciándolo como el regalo que
era. Respondió a sus labios con el silencio de su lengua y a sus manos con la
presión de sus brazos. Pero no eran esos los besos que esperaba ni su piel
respondía como ella deseaba. Quizá fue el alcohol, quizá la impaciencia, pero
todo fue tan rápido. Tierno, dulce, pero pasó sin sentir. La abrazó, intentando
acogerla, y acunado en el olor de su pelo, se durmió. Ella quiso que fuera suficiente,
quiso dormirse a su lado, quiso creer que eso era lo que había soñado.
Las
tres y media. Un solitario motor rompió el silencio de la noche. Ella se
apartó. Su piel se consumía añorando las horas de pasión que le faltaron; echó
de menos caricias, besos, palabras de amor, aun sabiendo que hubieran tenido
fecha de caducidad para aquella misma noche.
Deambuló
sigilosa por el salón, perdida en un espacio tan frío y vacío como su ánimo.
Buscó en el revoltijo de ropas enredadas que yacían en el suelo y se vistió con
la misma calma con la que se había movido hasta ese instante, envuelta en el
mismo silencio que lo invadía todo y del que ella parecía un elemento más. Se
ajustó el cinturón del abrigo y buscó un papel para dejar una nota. No lo
encontró. Sacó el teléfono del bolso y, con breves y concisos movimientos, puso
en un escueto mensaje un adiós escondido entre agradecimientos.
Cerró
la puerta tras de sí mientras, en un extremo de la mesa, junto a las copas
vacías, una pequeña luz intermitente hablaba de un mensaje no leído.