Abrió
los ojos en pleno grito. Su cuerpo saltó de la cama huyendo de las garras que
habían quedado al otro lado. Sintió el golpe seco de los omóplatos contra la
pared. Desorientado, intentó enfocar en la oscuridad. Las manos crispadas
tantearon partes vitales de su cuerpo, comprobando su permanencia intacta. Sólo
la respiración agitada malsonaba en la noche. Algo brillaba frente a sus ojos.
Letras. Una frase escrita en alguna de las paredes que completaban el espacio cerrado.
Reconoció su caligrafía en el mensaje a sí mismo
“Tranquilo, ya estás
despierto”.
Encendió
la luz de la habitación con un golpe. La cama era un amasijo informe de sábanas,
prueba de la batalla onírica. Fue hacia la cocina, mientras encendía una a una
todas las luces de la casa y murmuraba entre dientes
—Dios
y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, invocamos tu santo Nombre y suplicantes
imploramos tu clemencia, para que, por la intercesión de la Inmaculada siempre
Virgen María Madre de Dios…
El
pasillo.
—Del
Arcángel San Miguel, de San José Esposo de la Santísima Virgen…
El
escritorio.
—De
los santos Apóstoles Pedro y Pablo y de todos los Santos, te dignes prestarnos
tu auxilio contra Satanás…
El salón.
—Y
todos los demás espíritus inmundos que vagan por el mundo para dañar al género
humano y para la perdición de las almas…
La
cocina.
—Amén.
Al
buscar los interruptores rozó con la yema de los dedos los símbolos grabados
con navaja en los marcos de las puertas.
El
pulso tembloroso mientras llenaba el vaso. Su corazón aún bombeaba sangre a
borbotones por efecto de la adrenalina y las sienes parecían tambores que
resonaban en los oídos. El temblor le recorrió la espalda y pinchó
dolorosamente la articulación de las mandíbulas. Escupió el polvo de dientes
que dejaba la tenaza de sus muelas y cogió el vaso bebiendo su contenido de un
solo trago. Tomó el aire que le faltaba y mirando al techo intentó poner la
mente en blanco, borrar la invisible presión de esas manos en los tobillos. Se
recostó sobre el respaldo de la silla y ésta se quejó por el peso.
Silla
chirriante, como la de su sitio favorito, su paraíso de papel. Un hallazgo de otra época, una de bicicletas, galletas robadas y siestas de
libertad absoluta. En esas siestas había descubierto aquel palacete. Su edad apenas superaba en número a los dedos de las manos y la incomprensión de los adultos ya
le había colocado la etiqueta de “raro”. Los niños que portan este estigma
suelen deambular acompañados por sus pensamientos, tratando de entender cuál es
el error que comenten.
Sabía
que en ese sitio funcionaba una biblioteca, pero jamás había entrado en ella.
Hacía frío y amenazaba lluvia, mejor estar bajo techo. Se detuvo ante aquella
puerta de madera labrada y cristales tallados. Sólo algo verdaderamente valioso
podía estar detrás de una entrada tan hermosa. Traspuso el umbral y una suave
penumbra lo rodeó, abrazándolo. Las aletas de su nariz se abrieron ante ese
extraño aroma: madera, humedad y papel viejo. Fragancia que para siempre
asociaría con la seguridad del Hogar.
—Buenas
tardes.
La
voz de la anciana le provocó un sobresalto. Abstraído en descubrir el entorno
nuevo no había reparado en la figura de aquella mujer. Era alta y delgada, el cabello blanco recogido, blusa y falda gris. De su cuello colgaba una T de
madera sujeta por un cordón negro, que desentonaba con el aspecto formal de su
vestimenta.
—¿Vienes
solo?- dijo ella mirándolo por encima de sus gafas.
—Sí,
señora. Buenas tardes- se apresuró a responder el niño.
—Ven
conmigo- dijo señalando el mueble de recepción que se veía en un cuarto
contiguo.
El
niño la siguió sin dejar de observar el techo, las paredes y los cuadros. Era
un edificio magnífico, del que la fachada sólo mostraba un atisbo.
La
mujer, que dijo llamarse Aurelia, le indicó el funcionamiento de la Biblioteca.
Comentó, oportunamente, que si no llevaba los libros a casa, la autorización de
sus padres era innecesaria.
Él
le dio las gracias con una sonrisa de oreja a oreja y se dirigió hacia las
estanterías. Miles de libros descansaban sobre ellas, de todos los tamaños y
colores. El símil de una iglesia, un lugar de culto para los hambrientos de
belleza y sabiduría. Las mesas eran de roble
con pequeñas lámparas individuales y las sillas tapizadas invitaban al futuro lector.
El
niño cumplió a rajatablas el encargo de la bibliotecaria sobre el silencio a
guardar en ese sitio. Recomendación inútil, porque él rozaba el éxtasis,
perdida ya la noción del tiempo y el espacio. Acariciaba los lomos de piel
oscura, desentrañaba las letras de los títulos, soplaba el polvo acumulado
sobre alguno de ellos, viendo como danzaba a través de los rayos de sol que se
colaban por una de las ventanas.
Nunca
supo si había otras personas en la biblioteca, no le importaba. Al volver del
colegio terminaba rápido las tareas escolares y se excusaba con mentiras para
ir corriendo hacia allí. El orden y la lógica brillaban por su ausencia a la
hora de encontrar a los protagonistas de su obsesión. La anciana bibliotecaria
le había explicado que allí los libros ocupaban el sitio que el último usuario
quisiera darles. Por lo que él había desistido de buscar obras puntuales y se
dejaba llevar por el azar. La mayoría de las veces los argumentos complejos
eran un reto a superar, pero armado de una libreta y un diccionario se sentía
un explorador.
En
uno de los rincones más apartados del salón principal encontró un tesoro. Un
libro de apariencia sencilla que cautivó sus ojos cual relámpago en la noche.
Estaba puesto de manera horizontal en un amplio hueco, como si sus compañeros
hiciesen los honores a alguien especial.
Lo
cogió entre sus manos y leyó en voz alta el título
—“En
las montañas de la locura” H.P. Lovecraft
Gruesas
nubes taparon el sol en un instante, por lo que fue hasta una de las mesas y
encendió la lámpara. Leyó, fascinado, unas cuantas páginas y cuando iba a girar
la decimotercera se cortó la yema del dedo índice derecho con el filo del papel.
Una gota de sangre cayó sobre su libreta al tiempo que un trueno hizo vibrar
los cristales.
La
bibliotecaria apretó el Tau sobre su pecho con un suspiro de placer. Un nuevo Destructor había nacido.

El ritmo de este relato me parece genial, muy logrado, una zanahoria ante el lector que no puede sino seguir el camino que marcas.
ResponderEliminarEl uso del Tau, el juego con ese ambiente de estudio y aprendizaje incluso involuntario, la guía silenciosa y discreta de la bibliotecaria... y la intriga final de no saber bien qué es un destructor. Muy bueno.
"Las malas compañías..." diría mi abuela. Dejo aclarado públicamente que tu asesoramiento enciclopédico ha sido una pieza clave para el nacimiento de esta historia. Gracias, Bartolomé, por ser un compañero de letras tan generoso. Un abrazo confianzudo
EliminarFabuloso Lunática! Me encanta la escena de las luces. La idea de los libros desordenados me parece realmente romántica y me recuerda a Villa de Rayuela Me encantan las historias en las que los libros encuentran a las personas, bien sea por un motivo u otro. Estoy deseando continuar con la historia. Enhorabuena. Abrazucu apretadín desde Villa de Rayuela!
ResponderEliminarNaufragaría a gusto en un océano de libros! Me alegro que te guste este registro experimental de la Luna. Abrazo para ti también
EliminarMe ha encantado cómo recreas el ambiente de esa maravillosa biblioteca sin orden alguno, es como perderse por los recovecos del casco viejo de cualquier ciudad, paseando como perdidos aunque en el fondo pocas veces se está menos perdido. Por no hablar de ese proceso iniciático en el mundo de los libros... lo cuentas con magia. Sí, me encanta!!!!
ResponderEliminarEstoy deseando leer cómo sigue la historia. Un abrazo enorme, Lorena.
Hay libros que tienen el poder de "iniciarnos", de cambiar la forma que vemos el mundo cuando los adultos aún nos ignoran. El mío fue "El Profeta" de Khalil Gibran. A mí también me encantaría saber cómo sigue la historia ;) Un abrazo XXL, Mayte
EliminarMe gusta muchísimo esta historia Lunática. Promete noches de insomnio. La oscuridad llegò a tu luna con mucho arte y acierto. Seguiré este relato con atención y me encanta el escenario de la biblioteca y de los libros son ordenar. Abrazo para la Luna de los que tu das, de koala
ResponderEliminarTengo mucho respeto a las personas que escriben este tipo de literatura, lo mío es un humilde experimento. Eso sí, Mr Google debe pensar que me han robado el ordenador, porque estoy visitando cada página "exótica" para buscar información ;) Otro abrazo de koala para ti, Olaya
ResponderEliminarQuedo a la espera!!!!!!!!!!!!!!! Bien logrado
ResponderEliminarHola, Lorena. Quedo atónito con ese comienzo. Es un comienzo de obra maestra. Que maravilla. Y el final, tan críptico como sugestivo, me empuja a seguir sin demora. Vuelvo por la otra cara.
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